Vicente Niño | 22 de agosto de 2021
La libertad es, más que renunciar a implicarse y esforzarse, más que evitar cansarse y estresarse, más que vivir en el ocio holgado y vacante, el desarrollar las propias capacidades y condiciones y posibilidades en esfuerzos adecuados al fin al que estamos llamados a ser.
Me dice mi sobrino, tirado en la toalla, cubierto por el sol, con restos de agua y sal, después de un largo baño de mar, que ojalá todo el año fuera tiempo vacacional, que ojalá todo el tiempo fuera tiempo como el tiempo del verano.
¡Quién no ha pensado eso alguna vez! Para él sin colegio, jugar, levantarse tarde, acostarse tarde, salir de su ciudad, disfrutar del verano. Para los mayores tiempo para tener tiempo, para holgar, dormir, leer, caminar, celebrar, comer. Tiempo para el mar o el monte, para viajar y ver y conocer. Tiempo para largas mañanas de arena y sol y sal, o largas siestas de jardín y sombra y hamaca, o largas noches de familia y amigos y risas y mesas y estrellas. Para caminatas largas. Para parar y orar en los amaneceres. Para mirar y gustar los atardeceres. Para leer sin hora. Sin prisas. Sin obligaciones. Sin jefes. Sin compromisos. Tiempo para uno.
Me dice un amigo también que algo así debe ser la libertad. Y aunque en el primer momento -cómo no- uno asiente y comparte, al rato, piensa que hay algo extraño ahí. ¿Es la libertad la posibilidad de utilizar el tiempo para holgar vacante y disfrutón tan sólo? ¿es la libertad la capacidad de disponer de todo para uno, en plena calma? ¿es la libertad rechazar compromisos, obligaciones, esfuerzos, encargos, trabajos para estar tranquilo y sereno y en paz y descansado?
Hay un tiempo para cada cosa sabemos que dice Qohelet. Es necesario el descanso. Pero no hace eso al hombre. Es condición para otra cosa. Es como si la vida del hombre fuese tan solo el sueño nocturno. El descanso, el tiempo vacante se hace necesario, pero no es lo que le da su condición al ser humano. No estamos hechos para vivir tan solo del ocio. Estamos hechos para más, para hacer cosas. Somos -en categoría bíblica- co-creadores del mundo, colaboradores de Dios en la creación. Para eso sí estamos hechos. Y el hacer implica trabajo, esfuerzo, cansancio, obligaciones, compromisos, prisas, estrés.
Desde ahí la libertad es, más que renunciar a implicarse y esforzarse, más que evitar cansarse y estresarse, más que vivir en el ocio holgado y vacante, el desarrollar las propias capacidades y condiciones y posibilidades en esfuerzos adecuados al fin al que estamos llamados a ser. La libertad, más que una libertad para no tener que hacer cosas, es realmente una adecuación del hacer a lo que realmente hay que hacer, es el hacer las cosas correctas y adecuadas, el adecuar la propia vida a un proyecto ordenado y de sentido que nos hace ser quien estamos llamados a ser. La libertad es pues ser y hacer lo que uno está llamado a ser y hacer, no sin más hacer lo que un quiera cuando quiera y como quiera.
Se ha adueñado sin embargo de nuestro mundo la comprensión de la libertad de ese modo externo, la libertad como ausencia de limitaciones que permitan al hombre hacer lo que quiera, cuando quiera y como quiera. Lo cual es una inmensa falacia porque el ser humano está construido precisamente con límites. Límites físicos -somos altos, bajos, fuertes, delgados, hombres, mujeres-; límites de tiempo -unos años se nos han dado, un tiempo que transitar en el que no es igual tener 15 que 40 que 90 años-; límites psicológicos -capacidades, habilidades, dones-; límites elegidos -ser médico, o periodista o albañil o cura o cartero o maestro-; y sí, también límites sociales irrenunciables -vivimos con otros que son merecedores de mi cuidado, mi respeto, mi comprensión o siquiera mi aceptación o mi tolerancia, en un marco legal, en un marco cultural, en un marco social recibido-. Todos ellos nos condicionan en nuestro hacer, ciertamente, pero a su vez son caminos que nos permiten desarrollarnos. Los límites -Huizinga y el juego lo cuentan, Chesterton y las normas también– son posibilidades de desarrollo, trampolines para desplegar la condición humana y no grilletes que la recortan. Entender que la norma lo que hace es coartar a la persona, es no haber entendido cómo es el ser humano.
Y de la mano de no entenderlo, viene el subvertir y resignificar la condición humana en un movimiento profundamente moderno, revolucionario y casi que luciferino -como el que vivimos-, que asume que la condición humana no existe, que solo es un constructo cultural mediado por los intereses o las influencias históricas -liberales, capitalistas, dominadoras, patriarcales, clericales, etc., etc.-. Así ese movimiento entiende la libertad como trasgresión de esos condicionantes, en un movimiento de liberación humana porque se niega a aceptar lo que hay como real, fruto de una ideologización del juicio, fruto de una visión conspiranoica de la historia. A la adolescente.
Entender la libertad a la adolescente -vivimos en un mundo profundamente adolescente por la ausencia de autocontrol, los deseos como motores de acción, la irreflexión, los impulsos como agentes de acción, y la incapacidad de aceptar la realidad al margen de mi voluntad- supone realmente no comprender la libertad ni al ser humano. No aceptarlo. No asumir que la realidad tiene su entidad al margen de mi voluntad. Que somos creaturas.
La más clásica teología ya nos dijo que la libertad es la adecuación de la conducta humana a su verdadera identidad, a la ley natural reflejo de la ley eterna, al fin de plenitud al que está llamado el hombre. La libertad es actuar conforme a la verdadera condición humana, a su condición de creatura, a su verdad humana, para desarrollarla en todas sus capacidades. Uno es más libre cuanto más actúa conforme a su verdadera naturaleza humana, cuanto más adecúa su ser y su obrar a lo que está llamado a ser.
De ahí, la pregunta que surge es obvia y una invitación a la búsqueda y al discernimiento: ¿a qué está llamado el hombre? ¿cómo ser y desarrollar todas las capacidades que tiene? ¿qué es realmente el ser humano? ¿quién es y para qué está aquí?
Un libro que refleja la experiencia y las conclusiones que el propio Angelo Scola ha sacado de tantas vivencias.
Un viaje por cuatro continentes para recordar relatos de Stephen King, la Costa Azul de Grace Kelly o un guiño a los clásicos de Julio Verne.